CENTRO CULTURAL SAN FRANCISCO SOLANO



Crítica del psicoanálisis desde el psicoanálisis y su comprensión e interpretación bajo la luz de la filosofía moderna, de la cual no es sino un fruto (IV)

On: 01/11/2024

BRUNO ODDONE / Cuarta entrega: Un momento crítico. El deseo en las masas y la explosión del sujeto. Teoría de las identificaciones. Genio y disparate en Freud. Elogio de un filósofo y analista ítalo-argentino

ANALISIS PREVIO DE OSVALDO BUSCAYA


La verdad y la realidad de la Ciencia Psicoanalítica está en el desarrollo único en la historia de la civilización, que el genio de Freud, expone, desde la organización de la horda primitiva a la actual cultura patriarcal imperante que” -- para defenderse de los inevitables cambios y movimientos --, se vale del poder que controla las herramientas comunicacionales que ayudan y mantienen el statu quo: La irresoluble perversión no sublimada y la ambigüedad sexual del varón que posee la decisión final en este esquema, donde el macho sigue siendo la ley. El cambio está en la educación, pero se nos presenta el hecho de que la misma está inserta en el desarrollo de cada civilización y ahí entramos en la “cultura”. “Cultura” se interpreta desde el sacrificio humano para satisfacer a los “dioses”, la patria potestad que permitía al “varón” hasta matar a un hijo, cercenar el clítoris de las niñas (como se practica aún en numerosos lugares del planeta) y así recorreríamos este trazado “cultural” con otros ejemplos. Es el hecho del poder. Ahí se presenta el “asunto”, como tener el poder para educar y que “los varones cambien la cabeza”. “Sin eso nada sirve”. No es pretender el matriarcado, sino una genuina igualdad, pero no con las pautas que impuso el varón. Quiénes fueron educados y formados para ser represores presentan un problema insalvable, y ahí es donde deberíamos plantearnos, sin ocultarnos, las consecuencias de proseguir sin cambiar las pautas culturales que el patriarcado satisface su sadismo sobre lo femenino (prácticamente el 50% de la población mundial). Si la mujer no interviene activamente en este momento histórico, no tendremos futuro. El varón seguirá siendo un represor. El “varón” represor no permitió desde el principio de la historia la participación de la mujer.

La verdad y la realidad de la Ciencia Psicoanalítica está en el desarrollo único en la historia de la civilización, que el genio de Freud, expone, desde la organización de la horda primitiva a la actual cultura patriarcal imperante que”, la mujer ha sido y es un objeto y una mercancía para el varón. Desde el jeque hasta el “varón” más indigente de una favela o villa miseria el comportamiento es idéntico en la utilización del “poder”; sin considerar a la mujer como persona. Es un hecho “cultural”. Los perversos con poder, desde un emirato hasta el área de los indigentes, hacen víctimas a quienes son “atrapados” por las “creencias indiscutibles”. La necesidad de los hombres de controlar a las mujeres ha sido tal, que le ha llevado desde los tiempos antiguos a privarlas de sus valores más fundamentales. La historia de las mujeres, es decir, de la mitad de la humanidad, apenas aparece esbozada en los libros de texto.

La verdad y la realidad de la Ciencia Psicoanalítica está en el desarrollo único en la historia de la civilización, que el genio de Freud, expone, desde la organización de la horda primitiva a la actual cultura patriarcal imperante que”, durante siglos la mujer ha sido silenciada y tan sólo en algunos casos aparecen personajes femeninos rodeados de un halo de misterio. La cultura masculina ha tiranizado las relaciones entre géneros imponiendo su autoridad en todos los ámbitos: sociales, religiosos, políticos y culturales. De ahí que aún hoy día la mujer sufra una constante discriminación que sigue negando la igualdad de derechos con respecto a los hombres. La tortura de mujeres, tanto en el ámbito doméstico como en el institucional, es una práctica cotidiana.

Osvaldo V. Buscaya (1939/2024)

OBya

Psicoanalítico (Freud)

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Crítica del psicoanálisis desde el psicoanálisis y su comprensión e interpretación bajo la luz de la filosofía moderna, de la cual no es sino un fruto (IV)

On: 01/11/2024

BRUNO ODDONE / Cuarta entrega: Un momento crítico. El deseo en las masas y la explosión del sujeto. Teoría de las identificaciones. Genio y disparate en Freud. Elogio de un filósofo y analista ítaloargentino

Esta entrega se la dedico a la vida y memoria de don Juan Carlos de Brasi. Y a dos grandes amigos que, por serlo, me honran: Alejandro Raggio y Manuela Wörle. Y a un colega, cuya serenidad y sapiencia me inspiran: el dott. Riccardo Cocchi.

A todos ellos, grazie.

Índice

1. Una dupla indomeñable: genio y disparate en Freud

2. Crítica freudiana

3. Teoría de las identificaciones

4.Elogio di un filosofo e analista italo-argentino: don Juan Carlos de Brasi. Buonànima

5. Sobre lo «productivo» y deseante en lo metaempírico de la grupalidad freudiana


1. Una dupla indomeñable: genio y disparate en Freud

Psicología de las masas y análisis del yo (1921) se presenta como un texto límite. Según el filósofo y psicoanalista ítaloargentino Juan Carlos de Brasi (1939-2017), supone la explosión del sujeto y el correspondiente desfondamiento subjetivo en la obra freudiana (de Brasi, 2008). En efecto, desde la propia introducción Freud dice que en la vida anímica del individuo -esto es, en su alma[1]- el otro cuenta de forma determinante, ya como modelo, ya como objeto, ya como auxiliar, ya como enemigo. Es desde el comienzo mismo que lo individual está poblado por lo colectivo, y la psicología (esto es, un saber o discurso racional sobre el alma) que de ello da cuenta, claro está, no es ni puede ser la excepción.

Se trata de un problema.[2] «Todos los vínculos que han sido hasta ahora indagados preferentemente por el psicoanálisis, tienen derecho a reclamar que se los considere fenómenos sociales» (Freud, 1921/1979, p. 67). Empero, el camino que escogerá Freud no será sino inverso al que trazarán –como hemos visto en la primera entrega de esta serie crítica- Deleuze y Guattari. Mientras que para éstos, como señalamos, la producción social es primera respecto a una formación de llegada como la familia, para aquél la pulsión social no es ni primera ni mucho menos irreductible; viendo, además, plausible que sus comienzos «pueden hallarse en un círculo estrecho, como el de (justamente) la familia» (Freud, 1921/1979, p. 68). Familiarismo sacrosanto. Y hablando claro: no se trata más que de la familia del propio señor Freud y, consecuentemente, su novela. Pero habrá que ir parte por parte, es decir, analíticamente.

El material en virtud del cual puede construirse una psicología teórica de las masas parece ser en Freud (1921/1979) nada más que «la observación de la reacción alterada del individuo», ya que los problemas de aquélla son planteados con relación a éste. En efecto, Freud se pregunta qué es una masa (en el período de entreguerras del siglo de las masas), pero no para valorar en sí mismos los problemas de una psicología social, sino para ubicarlos en torno a cómo influyen sobre la vida del individuo, cómo alteran su alma. Sin embargo, las respuestas que luego construye son en ambos campos –social e individual- igualmente novedosas, como se verá a continuación. Freud se apoya en un texto –por lo demás famoso en la época- de Le Bon, intitulado Psicología de las masas.[3] En él, dice Freud (citando extensamente), Le Bon propone la idea de que, más allá de la especificidad de los individuos que componen una masa, por el mero hecho de hallarse en una, se ven dotados «de una especie de alma colectiva» (Le Bon, citado en Freud, 1921/1979, p. 70). Ahora bien, Freud está de acuerdo con esta tesis, pero entiende que le falta algo, a saber: si los individuos están ligados en una masa -lo que les da un alma colectiva-,[4] tiene que haber algo que los una. Es precisamente este algo el que queda sin respuesta en Le Bon. Este algo es el que también, a la postre, constituirá uno de los grandes aportes freudianos a la psicología de los colectivos.

Le Bon entiende que el número de la masa precipita en el individuo un «sentimiento de poder invencible» que libera sus instintos más arcaicos (hecho que de haber estado solo no podría haber exteriorizado). Cuanto más anónimo deviene en la masa, tanto más puede dar rienda suelta a los mencionados instintos. Se produce así una suerte de contagio, una propagación de lo irracional. Freud, por su parte, entiende que las condiciones que la masa produce le permiten al individuo levantar la represión que pesa sobre sus mociones pulsionales inconscientes. El individuo no deviene nada nuevo en la masa, sino que simplemente exterioriza eso inconsciente que contiene «como disposición [constitucional], toda la maldad del alma humana» (Freud, 1921/1979, p. 71) (cursivas agregadas). En este punto es verdaderamente imperioso recordar el enunciado artaudiano en virtud del cual se les dice a los directores de los manicomios (y a los gobernantes todos): «déjennos reír». Evoca en nuestro espíritu el famoso debate entre los señores Foucault y Chomsky, donde las expresiones del calvo son un poema. Como había escrito en Les mots et les choses «… on ne peut qu’opposer un rire philosophique…».[5] En este punto del discurso-novela freudiano (1921), hacen su reaparición en escena lo inconsciente maligno –ya había aparecido, por ejemplo, en la doctrina de la interpretación de los sueños- y el buen vigilante, es decir, el protector de nuestra salud mental. Como oportunamente dimos cuenta, existe un modo de concebir la cosa de manera contrapuesta, una interpretación del inconsciente para la cual el mismo no expresa nada, no quiere decir nada y ni siquiera se tiene como algo dado. En tal línea el inconsciente no es sino productivo y, como tal, hay que producirlo.[6] Ello no quiere decir nada, pero funciona.

Pero por el momento es necesario volver a volver (revolver, literalmente) a Freud y los colectivos. El superyó, la instancia, entre otras cosas, moral, se toma un descanso en la formación de masa: «la desaparición de la conciencia moral o del sentimiento de responsabilidad no ofrece dificultad alguna para nuestra concepción» (Freud, 1921/1979, p. 71). Al contrario. La descripción de la masa es la que sigue: impulsiva, voluble y excitable. No se mueve sino por lo inconsciente. Puede ser ora cruel, ora noble, ora abnegada; en todo caso, nunca prima lo personal en este tipo de formación –ni siquiera el «interés» de autoconservación-. La masa hace que desaparezcan los límites que de ordinario el individuo no traspasaría. Produce un sentimiento de omnipotencia. La masa también es influenciable, y acrítica. Piensa por imágenes y la razón no legisla en su relación con la realidad. Así como el proceso primario, la masa no conoce la duda ni la falta de certeza. Tiene una inclinación hacia los extremos y sólo puede ser excitada por estímulos poderosos. «Quien quiera influirla no necesita presentarle argumentos lógicos; tiene que pintarle las imágenes más vivas, exagerar y repetir siempre lo mismo» (Freud, 1921/1979, p. 75) (las cursivas han sido agregadas). En la medida en que no duda y, a la vez, es consciente de su poder, «es tan intolerante como obediente ante la autoridad» (Freud, 1921/1979, p. 75). Pide de sus héroes demostraciones de poder, porque en el fondo «quiere ser domina y sometida, y temer a sus amos» (Freud, 1921/1979, p. 75). Las palabras tienen un gran poder sobre ellas. Entonces, hágase (si le place) las siguientes preguntas: ¿puede sorprender a alguien la impresionante, imponente e impotente masa de «psicoanalistas» que pululan acá y acullá? ¿No se ve que hay un dios, un profeta, un texto sagrado, un coro de ángeles, un fondo oscuro de exiliados, desterrados, ángeles caídos y expulsados, sectas ora conservadoras, ora progresistas, ora revolucionarias, toda una escolástica de lo que no debe, puede ni quiere ser escuela? ¿No ven, digo, que el «psicoanálisis» devino una religión más? ¿Otra ideología? ¡Pues estaban advertidos, jóvenes!

Por último, las masas no buscan la verdad, sino ilusiones. ¡Ay! Al igual que en la hipnosis y en los sueños, en el alma de las masas el examen de la realidad desfallece ante las mociones de deseo investidas afectivamente. ¡Ya se ve qué tipo de fenómeno primitivo y maligno es la masa! Hasta aquí el desarrollo de la «brillante descripción del alma de las masas» realizada por Le Bon y retomada por Freud.

2. Crítica freudiana

Inmediatamente después de haber calificado como «brillante» la descripción leboniana, Freud aclara que, en realidad, «ninguna de las tesis de este autor aporta nada verdaderamente nuevo» (Freud, 1921/1979, p. 78). Bueno, un pelito pasivo-agresivo, ¿no? No importa. Si bien comparte la totalidad de los fenómenos caracterizados por él, entiende que hay otros que no han sido observados, y de los cuales puede surgir «una estimación mucho más alta del alma de las masas» (Freud, 1921/1979, p. 78). Lógico, ¿quién, sino él, podría llevar a buen puerto tan magno servicio a la ciencia?

Freud desliza aquí una primera hipótesis, por lo demás interesante –y poco novedosa-, a saber: que los productos del genio, ya del artista, ya del pensador, «acaso no hagan sino consumar un trabajo anímico realizado simultáneamente por los demás» (Freud, 1921/1979, p. 79). Desde luego, mucho más fina es la teoría kantiana del genio, donde este no es sino naturaleza inconsciente. El profesor Félix Duque lo explica así:

Desde el punto de vista del entendimiento, la naturaleza se presentaba como una máquina, abierta al conocimiento progresivo de las ciencias y regida por la Analítica de los Principios (en la primera Crítica). Ahora, desde la imaginación creadora, la naturaleza aparece toda ella referida a la finalidad, pero en tres estratos que por así decir van incurvándose, interiorizándose reflexivamente: a) como disposición a la conformidad indeterminada a fin (la belleza), b) como ruptura de toda conformidad, pero para apuntar -en su desmesura y poder- a un fin que la trasciende y que ella prepara (casi por expulsión del hombre de su seno: lo sublime), y c) como irradiación inagotable de fines (conceptos) en cuanto facultad de ideas estéticas (el genio como naturaleza en el sujeto) (Duque, 1998, p. 144).

Del punto c, es decir die Natur im Subject, digamos lo siguiente: el sujeto de las artes es el genio que habita en algunos sujetos. Ahora: ¿cómo puede ser el genio el sujeto del arte si el arte es producción por libertad y razón? Aquí hay una deficiencia en la definición kantiana. «¡A menos que entendamos –dice Félix Duque – que la fuerza inconsciente de la naturaleza es la base de ambas!») (1998, p. 142) (itálicas en el original). Por lo demás, la «metapsicología» freudiana, como hemos visto en entregas anteriores y como veremos en entregas subsiguientes, es y no puede ser sino, por su propia esencia, procedencia y sentido, filosofía y, más precisamente, filosofía especulativa, inscripta en una tradición, a saber: la alemana.

Pues bien, dos son los principios psicológicos básicos de la formación de masa: un notable incremento del afecto y las emociones en los individuos que la forman, y un no menos notable decaimiento de su capacidad intelectual y poder de enjuiciamiento. Pero el hecho notable del psicoanálisis no es ese, sino el siguiente: buscar la comprensión de la psicología de masas a través del deseo o, más simplemente, del concepto de libido. La libido no es sino la energía «considerada como magnitud cuantitativa» –aunque todavía no medible- de todas aquellas pulsiones relacionadas a lo que Freud llama, en este texto, amor. Y por amor entiende aquel que tiene por meta la unión sexual, aquel que se siente hacia sí mismo, también el filial, la amistad, la filantropía y el amor a objetos e ideales. Como se ve a todas luces, se trata de una concepción muy amplia del amor. La misma descansa en el hecho de que las formas que se presentan no son sino las expresiones mismas de las mociones pulsionales que, entre los sexos -dice Freud-, se esfuerzan en el sentido (hindrägen) de la unión sexual. Y aunque pueda ocurrir que se esfuercen en otro sentido, como el de apartarse (abdrängen), siempre conservan su «naturaleza originaria». Por último, y como es harto evidente, esta concepción ampliada del amor no es un invento analítico ni mucho menos, antes bien, se encuentra en la historia del hombre por espacio de milenios. Naturalmente, Freud lo sabe:

Por su origen, su operación y su vínculo con la vida sexual, el «Eros» del filósofo Platón se corresponde totalmente con la fuerza amorosa {Liebeskraft}, la libido del psicoanálisis (…); y cuando el apóstol Pablo, en su famosa epístola a los Corintios, apreciaba el amor por todo lo demás, lo entendía sin duda en este mismo sentido «ampliado» (…) (Freud, 1921/1979, p. 87).

Las pulsiones amorosas merecen el nombre de sexuales. Entonces, ¿qué sucede en la formación de masas con estas pulsiones? Freud (1921/1979) adopta la siguiente premisa, a saber: los «vínculos de amor (o, expresado de manera más neutral, lazos sentimentales) constituyen también la esencia del alma de las masas» (p. 87). El lazo que une a las masas, ese poder que fue descuidado por Le Bon, no es sino el Eros (lo que, además, cohesiona todo en el mundo).[7] El individuo que se ve subsumido en ellas, tal vez -dice Freud-, lo hace por amor. Tal vez sea por amor, entonces, que el mal se libera. Otra vez: el bien que hace mal. ¡Sublime, literalmente!

Ahora bien, han de distinguirse diversos tipos de masas. Las hay con un alto grado de organización y también las hay completamente desorganizadas. Las hay con jefes y las hay acéfalas. Los dos ejemplos que Freud estudia son el ejército y la Iglesia. Éstas, sostiene, son masas artificiales o, como dice de Brasi, artefacticias o artefactos,[8]en la medida en que se emplea una cierta compulsión externa, ya para prevenir su disolución, ya para prevenir algún cambio estructural. Son masas artefacticias en tanto descansan en construcciones de tipo «simbólico-funciones socialmente sancionadas (…). Están revestidas por distintas formaciones ideológicas que coexisten y pugnan por darles una orientación determinada» (de Brasi, 2008, p. 40). El espejismo que rige en ambas formaciones es el mismo: el jefe. Ya sea que se trate de Cristo (si se toma la iglesia cristiana) o del general en el ejército, la figura es la misma. De tal suerte, la ligazón que une a los feligreses con Cristo no puede ser sino la misa que une a los feligreses entre sí. En el caso del ejército se encuentra una diferencia económico-estructural para con la Iglesia, esto es: la jerarquía. En efecto, «cada capitán es el general en jefe y padre de su compañía, y cada suboficial, el de su sección» (Freud, 1921/1979, p. 90) (cursivas agregadas). Curiosamente, la mafia funciona igual. El boss es el padre de toda la familia, el capo di tutti capi, y cada capo un sub-padre de su «sección», «compañía» o «pandilla». De su grupo. Y aunque en la Iglesia también haya una estructura jerárquica, como la hay, en ella sin embargo no cumple un papel determinante desde un punto de vista económico. Freud le responde a quienes podrían objetarle que tal explicación de los vínculos libidinales entre los componentes de un ejército obvia las ideas asaz importantes de Patria, y Nación, y Gloria, y, ciertamente, la de Estado, etc., sin embargo, dice Freud, y aunque todas estas ideas sean muy atendibles y, verdaderamente, determinantes en el devenir histórico, no constituyen sino casos diversos de ligazones de masas, no tan sencillos como el del ejército y su general. Acto seguido, desliza la posibilidad de trabajar qué sucede cuando la figura del jefe personal es sustituida por la de una idea rectora. Lamentablemente, este problema nunca es abordado con detenimiento en Psicología de las masas.

Recapitulando: en cada una de estas dos formaciones de masas artificiales los individuos que las componen poseen una doble ligazón libidinal, a saber: cada uno para con el jefe –Cristo y el general-, y cada uno para con los otros individuos que tienen por jefe al mismo sujeto. En este punto Freud se plantea un problema completamente sesgado merced del concepto que presupone del elemento problemático: la falta de libertad del individuo en el seno de la masa. En efecto: en la apoteosis dionisíaca de la fiesta o la orgía, ¿el individuo es menos libre? En realidad, es un problema dos veces mal planteado: primero, porque el individuo es un mito; segundo, porque no se explica qué se entiende por libertad. De suerte, para Freud no hay mayor libertad que la de no ser un individuo. Tal es, y no otra, la base del liberalismo anglosajón. Luego entiende que si el individuo en una formación tal está sujeto a una doble ligazón libidinosa no será difícil derivar de ese nexo «la restricción y alteración observada en su personalidad» (Freud, 1921/1979, p. 91). Otro indicio de lo mismo –dice-, proviene del fenómeno del pánico que puede observarse especialmente en los ejércitos. El pánico, en estas formaciones, acaece cuando la masa se descompone. Ya no se escuchan las órdenes del jefe, cada quien vela por sí y, fatalmente, cobra primado el célebre principio (liberal, obviamente) del «sálvese quien pueda» o «cada hombre por su cuenta». Las ligazones libidinales han sido cortadas y, como corolario, no puede emerger sino una inmensa angustia sin sentido. Pero: ¿qué es lo que produce este aluvión angustiante? Ciertamente, no puede ser la magnitud del peligro que se enfrenta, porque en cualquier otro caso el mismo ejército lo habría enfrentado con hidalguía –tal vez en este punto jueguen un papel determinante las ideas que se le objetaba a Freud no tener suficientemente en cuenta-. El pánico que ahora habita en el alma del ejército no puede ser producto del tamaño del peligro; antes bien, es propio del pánico el ser producido por elementos nimios que, objetivamente, no representan peligro alguno. Cuando los individuos, presos del pánico, comienzan a cuidar de sí mismos sin miramientos hacia los demás, no pueden sino darse cuenta, en ese mismo proceso, que las ligazones afectivas –que hasta entonces solapaban el peligro- han cesado. La masa no era comunidad, y en realidad no había ningún amor auténtico.

Sucede, según Freud, que «la angustia pánica supone el aflojamiento de la estructura libidinosa de la masa y ésta reacciona justificadamente ante él, y no a la inversa (que los vínculos libidinosos de la masa se extingan por la angustia frente al peligro)» (Freud, 1921/1979, p. 92). De ahí que sea determinante cuando se combate contra una formación jerarquizada a tal punto atacar de modo céfalo-caudal, y concentrar la energía agresiva en contra de los últimos pisos del edificio. En otras palabras: pegarle en la cabeza. Igual de determinante es el hecho de que la formación de ataque carezca de una estructuración jerárquica, reservando por lo menos toda un ala de su poder al montaje de máquinas de guerra totalmente nómades, acéfalas y anárquicas. «La pérdida, en cualquier sentido, del conductor, el no saber a qué atenerse sobre él, basta para que se produzca el estallido del pánico (…)» (Freud, 1921/1979, p. 93). Se erige como regla el hecho de que al desaparecer la ligazón libidinal de los integrantes de la formación de masa para con el conductor en jefe, desaparecen igualmente las ligazones entre ellos y, de ese modo, la consistencia de la masa deja su lugar al fugar de mil flujos enloquecidos. En el individuo -dice Freud en 1921-, la angustia es el producto de la magnitud del peligro que enfrenta o de la ausencia de ligazones afectivas (investiduras libidinales): tal es el caso de la angustia neurótica. Del mismo modo, sostiene, el pánico emerge a raíz del aumento de peligro que afecta a todos o por el corte de las ligazones libidinales que cohesionaban la formación de masa.

Los elementos de las comunidades religioso-libidinales aman a su jefe y se aman entre sí. Pero ¿qué sucede con quienes no son parte de esta comunidad amorosa? Pues para quienes no aman al jefe, no hay sino «dureza y falta de amor».[9] «En el fondo, cada religión es de amor por todos aquellos a quienes abraza, y está pronta a la crueldad y la intolerancia hacia quienes no son sus miembros» (Freud, 1921/1979, p. 94). Muy cierto: basta preguntarle a un lacaniano qué piensa sobre un kleiniano, ¿no? O más simplemente a un psicoanalista sobre cualesquiera teorías y prácticas que no sean sino las suyas (im)propias. Si hoy en día, dice Freud (1921/1979), esta crueldad no aparece tan intensamente como en siglos pasados, la causa no ha de buscarse en una dulcificación de las costumbres, sino en el «innegable debilitamiento de los sentimientos religiosos y de los lazos libidinosos que dependen de ellos» (p. 94). Y aquí Freud es verdaderamente audaz en la medida en que sostiene que, si otro lazo de masas emerge y reemplaza al religioso-cristiano -como parecía hacerlo por esos tiempos el socialismo- será igual de intolerante hacia los extraños –los extranjeros ideológicos de todo tipo- que en la época de las luchas religiosas. [10]

Se dijo que la formación de masa tiene un asiento libidinal. Ahora bien, tal es el que produce que el narcisismo de cada individuo sea restringido a favor de la masa, en la medida en que el amor por sí mismo no encuentra una barrera sino en el amor por lo ajeno, por los objetos. Este es otro argumento que abona la tesis freudiana en el sentido siguiente: si en la masa se acota el narcisismo, hecho que no ocurre fuera de ella, se obtiene un «indicio concluyente de que la esencia de la formación de masa consiste en ligazones libidinosas recíprocas de nuevo tipo entre sus miembros» (Freud, 1921/1979, p. 98). La pregunta que se presenta como evidente es la siguiente, a saber: ¿de qué índole son tales ligazones? Las pulsiones que operan en la masa no pueden perseguir una meta directamente sexual, es decir, deben estar desviadas de su meta originaria, mas no por ello actúan de manera menos poderosa. Pero lo determinante es lo siguiente; hay todavía otra forma de ligazones afectivas, a saber: las identificaciones.

3. Teoría de las identificaciones

Una identificación no es sino la «más temprana exteriorización de una ligazón afectiva con otra persona» (Freud, 1921/1979, p. 99). La identificación en el varoncito, dice Freud (1921/1979), prepara el terreno para el complejo de Edipo en la medida en que hace de su padre un ideal. Al mismo tiempo, el chiquillo inviste a la madre como objeto según un apuntalamiento anaclítico. Dos lazos diferentes se dibujan así: con el padre una identificación que lo erige como modelo, y con la madre una investidura sexual de objeto realizada de modo directo. Durante un tiempo el niño sobrevive con esta dualidad, pero, sostiene Freud, la unificación de la vida anímica se hace inminente adviniendo de tal modo el complejo de Edipo. La identificación con el padre se torna hostil «y pasa a ser idéntica al deseo de sustituir al padre también junto a la madre» (Freud, 1921/1979, p. 99). Por qué es pertinente esta historia, cabría preguntarse. Pues en la medida en que Freud muestra que la identificación, desde los comienzos, es ambivalente: ora amorosa, ora destructiva. «Se comporta como un retoño de la primera fase, oral, de la organización libidinal, en la que el objeto anhelado y apreciado se incorpora por devoración y así se aniquila como tal» (Freud, 1921/1979, p. 99). Puede ocurrir también que la identificación reemplace a la elección de objeto, es decir, que la elección de objeto regrese hasta la identificación. Bajo la formación de síntomas, por la represión y la supremacía de los mecanismos del inconsciente, la elección de objeto puede volver a la identificación, esto es, que «el yo tome sobre sí las propiedades del objeto» (Freud, 1921/1979, p. 100). Los síntomas pueden ser como la culpa: «histérica has querido ser tu madre, ahora lo eres al menos en el sufrimiento», o el mismo que el de la persona amada –la tos del padre en el caso Dora, por ejemplo-; de todos modos, puede ocurrir que la identificación no sea sino parcial: en tales casos se toma uno o varios rasgos del objeto, mas no la totalidad de éste. De los objetos parciales ya hemos hablado en anteriores entregas.

La identificación aspira a formar un yo propio a semejanza del otro, haciendo de éste un modelo. También puede suceder que la identificación se produzca sin objeto: el ejemplo freudiano es el de una muchacha que recibe una carta de un «amado secreto» que le produce celos y un ataque histérico; la identificación sería la que sufren sus amigas en la medida que se psico-contagian de este estado, merced del querer estar ellas mismas en la situación de tener un «amado secreto».

Uno de los «yo» ha percibido en el otro una importante analogía en un punto (en nuestro caso, el mismo apronte afectivo); luego crea una identificación en este punto, e influida por la situación patógena esta identificación se desplaza al síntoma que el primer «yo» ha producido. La identificación por el síntoma pasa a ser así el indicio de un punto de coincidencia entre los dos «yo», que debe mantenerse reprimido. (Freud, 1921/1979, p. 101)

Es decir: las identificaciones son las formas originales de la ligazón libidinal para con un objeto, luego puede ocurrir que «pasa a sustituir a una ligazón libidinosa de objeto por la vía regresiva, mediante introyección del objeto en el yo» (Freud, 1921/1979, p. 101). Por fin, la identificación puede producirse en virtud de cualquier comunidad que llegue a ser descifrada por un individuo como no-objeto de las pulsiones sexuales. «Mientras más significativa sea esa comunidad, tanto más exitosa podrá ser la identificación parcial y, así, corresponder al comienzo de una nueva ligazón» (Freud, 1921/1979, p. 101). Ahora bien, la naturaleza de la identificación de masa, como es obvio, corresponde a esta última posibilidad. De ahí que la comunidad libidinal no se produzca sino en virtud de la ligazón identificatoria con el conductor. Tales son las conjeturas freudianas.

Puede ocurrir que el objeto se ponga en el ideal del yo.[11] De ese modo se puede distinguir la identificación del fenómeno del enamoramiento. En efecto, mientras que en éste el yo se empobrece en la medida en que se entrega al objeto en una postura acrítica, en aquélla no hace sino enriquecerse en virtud de la introyección de las propiedades del objeto en cuestión. Siendo todavía más fino, Freud sugiere que en este último caso el objeto no ha sido sino perdido o resignado para después ser erigido nuevamente en el interior del yo, modificándolo parcialmente según el modelo del objeto perdido. En el enamoramiento, por el contrario, el objeto persiste como tal y es sobreinvestido por el yo a expensas de sí mismo. Todavía cabe la pregunta, dice, de si en la identificación realmente opera, siempre y en todos los casos, la resignación de la investidura de objeto, o si, por el contrario, puede conservarse ésta en la producción de aquélla. La esencia de la respuesta, sostiene, descansa en esta otra alternativa, a saber: «que el objeto se ponga en el lugar del yo o en el del ideal del yo» (Freud, 1921/1979, p. 108) (cursivas en el original).

Lo que también hay que elucidar es cómo las tendencias sexuales de meta inhibida logran producir comunidades libidinales tan consistentes y duraderas en el tiempo. La explicación reside en que estas tendencias no son susceptibles de una satisfacción plena, a diferencia de las tendencias sexuales sin inhibición en su meta, en tanto que éstas experimentan una disminución extraordinaria toda vez que alcanzan su destino. El amor sensual –para decirlo con los términos freudianos- está destinado a desaparecer en cuanto alcance la satisfacción, por lo que para sostenerse debe estar desde el principio imbuido de componentes tiernos, esto es, de meta inhibida o, en su defecto, que se produzca un giro en tal sentido. El desarrollo efectuado hasta aquí le permite a Freud desarrollar una fórmula para indicar la constitución libidinosa de una masa -aunque más no sea como las tratadas hasta aquí, es decir, las que poseen un jefe o conductor-, a saber: «Una masa primaria de esta índole es una multitud de individuos que han puesto un objeto, uno y el mismo, en el lugar de su ideal del yo, a consecuencia de lo cual se han identificado entre sí en su yo» (Freud, 1921/1979, pp. 109-10) (cursivas en el original). Luego es: ¡viva la patria! O: ¡viva el freudismo!

El esquema se dibuja de la siguiente manera:

 

Freud encuentra en la propia comunidad libidinal la explicación de porqué el individuo, cuando se subsume en ella, pierde autonomía e iniciativa, reaccionando al unísono con los demás integrantes y realizando su «rebajamiento» a individuo-masa. Además, tal como se expresó en el inicio de este texto, los fenómenos descritos por Le Bon -debilitamiento de la actividad intelectual, desinhibición de los afectos, incontinencia, tendencia a transgredir la ley en virtud de la exteriorización de los sentimientos y la descarga en la acción-, presentan, según Freud, un cuadro de regresión de la actividad del alma a un estadio precedente, tal como el que se presenta en los salvajes o en los niños. Esta regresión no pertenece sino a las masas comunes y no a las que poseen una alta organización, las artificiales, donde se la detiene. Freud trabaja las nociones de Trotter (1916), para quien los fenómenos del alma de las masas que han sido descritos descansan en un instinto gregario (gregariusness), innato en la especie humana como en otras especies animales. Esta tendencia gregaria, dice Freud, responde, en términos de libido, a lo que en Más allá del principio de placer (1920) formuló como el impulso de todos los seres vivos de una misma especie a formar unidades cada vez más grandes. A lo mejor Freud fuese como un conejito… pero no, ciertamente, un tigre. El individuo no puede sino sentirse incompleto cuando está solo. La propia angustia del niño, por ejemplo, sería una exteriorización de este instinto gregario. El individuo, entonces, no puede oponerse al rebaño en la medida en que tal acción supondría separarse de él y precipitar la angustia. Palabras más, palabras menos, esta es la hipótesis de Trotter retomada por Freud. Éste le objeta a aquél que no considera suficientemente el papel que desempeña el conductor para la masa; ahora bien, lo que también habría que decir es que no sólo Trotter piensa a la masa en términos de rebaño, pues otro tanto hace el propio Freud. Pareciera que sin el Padre la masa no funciona. Obviamente, este apartado no se intitula Una dupla indomeñable: genio y disparate en Freud en baladí: ya se ha dicho, aunque todavía de manera incompleta, en qué consiste la genialidad freudiana, a saber: en la introducción del deseo o la libido para la explicación de la formación de masa. Ahora habrá que decir porqué esa genialidad está acompañada del disparate, aunque ya se perfile la respuesta. Freud no cree que el hombre sea un animal gregario, como estima Trotter. Trabaja, por ejemplo, el caso de un ícono varonil sobre el cual recae el amor o el enamoramiento de una multitud de jovencitas (¿y las viejecitas?). Se supone, dice, que entre ellas no deberían considerarse sino como competidoras por el mismo objeto. Empero, en la medida en que advierten la imposibilidad de realizar su amor, merced del gran número que las determina, decantan hacia una solución distinta, a saber: la de rendir «homenaje al festejado en acciones comunes» y contentarse con compartir «un rizo de su cabellera». Sucede que las que eran «rivales al comienzo, han podido identificarse entre sí por su parejo amor hacia el mismo objeto» (Freud, 1921/1979, p. 114). Las situaciones pulsionales, dice Freud, habitualmente son susceptibles de ser resueltas en diversas direcciones y, de tal suerte, no puede sorprender el hecho de que se tienda hacia aquella que comporta una cierta satisfacción en detrimento de otras, tal vez más satisfactorias en potencia, pero objetivamente inalcanzables.

Originalmente lo que prima es la envidia, mas luego ésta se transforma en esprit de corps a nivel social. Nadie debe destacarse y todos han de poseer lo mismo. «La justicia social –sostiene Freud (1921/1979)- quiere decir que uno se deniega muchas cosas para que también los otros deban renunciar a ellas o, lo que es lo mismo, no puedan exigirlas» (p. 114). La conciencia moral, lo mismo que el sentimiento del deber, tendrían su procedencia en esta suerte de exigencia de igualdad. Freud maneja un par de ejemplos a este respecto realmente muy bonitos, a saber; el de los sifilíticos, donde dice: «la angustia de estos pobres diablos proviene de su violenta lucha contra el deseo inconsciente de propagar su infección a los demás; en efecto, ¿por qué debían estar infectados ellos solos, y apartados de tantos otros?»; y el de un rey judío, infinitamente sabio: «igual núcleo tiene la bella anécdota del fallo de Salomón. Si el hijo de una de las mujeres ha muerto, tampoco la otra ha de tenerlo vivo. Por este deseo se reconoce a la perdidosa» (Freud, 1921/1979, pp. 114-5). La sociabilidad descansa, entonces, en la transmutación de un sentimiento «originalmente» hostil en una ligazón positiva del tipo de la identificación. Freud (1921/1979) es consciente de que este no es un análisis completo ni mucho menos, sin embargo «(…) dicho cambio –sugiere- parece consumarse bajo el influjo de una ligazón tierna común con una persona situada fuera de la masa» (p. 115). O sea: uno no se angustia por enfermarse, sino por querer enfermar a los demás. Pregunta: ¿está, de vuelta, hablando de sí mismo? ¿Es una mera proyección de un, cómo era… «pobre diablo»?

La máquina freudiana parece descarrilar completamente en el punto siguiente: en las masas artificiales, como la Iglesia y el ejército, se desplegaba el hecho de que todos debían sentirse igualmente amados por el jefe o conductor. Esa es su exigencia de igualdad, válida sólo para la masa, mas no para el jefe. «Todos los individuos deben ser iguales entre sí, pero todos quieren ser gobernados por uno», dice (Freud, 1921/1979, p. 115). Una multitud de iguales, identificados entre sí, y un feje: tales son las condiciones para que una formación de masa sea capaz de sobrevivir. Todos no han de ser sino igualmente esclavos ante el mismo jefe. Ahí Freud corrige al bueno de Trotter: el ser humano no es un animal gregario (Herdentier), sino un animal de horda (Hordentier) que, como característica primordialmente destacada, tiene un jefe. De esta forma Freud produce las condiciones metapsicológicas del leitmotiv de su desastre o disparate habitual –su límite cultural, por así decir- y, particularmente en este caso, las masas edipizadas a partir de un relato fantástico.

La masa, se ha dicho, presentifica un estado del alma humana anterior a la del hombre moderno (y europeo y burgués, agreguemos ahora). Tal estado no es sino el que presentan las hordas primitivas, sostiene Freud. De tal suerte, dice, «la masa se nos aparece como un renacimiento de la horda primordial» (Freud, 1921/1979, p. 117). Así como el alma del primitivo persiste en el individuo moderno, y se manifiesta, por ejemplo, a través de los sueños cuando el vigilante de la salud mental descansa, así la horda primordial se actualiza en una multitud cualquiera en la medida en que se producen las condiciones para la regresión psíquica, cuando el vigilante del alma moderna, el individuo, se borra. En tanto que los seres humanos «se encuentran de manera habitual gobernados por la formación de masa, reconocemos la insistencia de la hora primitiva en ella» (Freud, 1921/1979, p. 117). Podría parecer que, de tal suerte, la psicología de las masas fuera la más antigua de la especie. Pero ¡alto!, no hay que apresurarse en tirar afirmaciones ridículas que, de suerte, no sean sino conjeturas signadas por la historia que goza a los investigadores. Pues tan antigua como la masa, dice Freud (1921/1979), es otra figura, a saber: «la del padre, jefe, conductor», trinidad sagrada (p. 117). Es decir: desde los principios la psicología es tanto psicología de masas como psicología individual, en la medida en que las masas son masas, y el padre, jefe o conductor un individuo no masificado.

La que sigue es una historia que no tiene desperdicio.[12] En el principio –para decirlo con términos afines- los individuos se encontraban ligados del mismo modo que los encontramos hoy, mas el Padre de la horda primordial era libre (¿como hoy?). El Padre era fuerte e independiente y su voluntad no estaba limitada por ninguna otra. De tal suerte, el Padre fue el gran Narcisista primordial: su yo no estaba ligado libidinalmente más que a sí mismo.[13] Los otros no eran amados por el capo más que en la medida en que satisfacían sus voluptuosas necesidades. Ningún objeto recibía de su yo más de lo estrictamente necesario. «En los albores de la historia él fue el superhombre que Nietzsche esperaba del futuro» (Freud, 1921/1979, p. 118).

¡Alto! ¿Cómo? ¿Conocía Freud la doctrina de Nietzsche? ¿En serio? Sabemos que conocía la noción das Es, ahora también la del Übermensch, también la de Wille zur Macht… ¿Entonces? ¿No se enteró de la introversión de los instintos? ¿La crítica de la moral y la religión? ¿Dionisos y Apolo? ¿No se apropió de algunas nociones de Nietzsche a pesar de negarlo? ¿No sabía este buen vienés que la verdad puja por salir a luz? En fin…  Juan Carlos de Brasi, por otro lado, es otro de los críticos de este disparate. Dice: «(…) busco (…) mostrar lo innecesario de ciertos atajos. Cuando los individuos se han identificado entre sí y con el conductor, la exposición apela a un “mito científico” en el que habían abundado Darwin y sus seguidores. Ya la posición de Trotter (Los instintos de la horda, 1916), basada en la analogía entre el mundo animal y el humano, como continuador del “gregarismo” animal, le había dado pie a Freud para modificar, con una leve conmutación lingüística, y una inmensa conceptualmente, el enfoque protohistórico de Trotter (…)», pasando, como se vio, del ser humano como animal gregario al ser humano como animal de horda que, ineludiblemente, es dirigida por un jefe. Continúa de Brasi:

el abordaje protohistórico del gregarismo es ahora `superado´ por la instalación mítica de la horda primordial, o sea, por la renovada imposibilidad de ofrecer una explicación científica más consistente, adoptando un punto de partida viciado. (…). En primer lugar, con la utilización del mito, se introduce un aparente dualismo (`pues desde el comienzo hubo dos psicologías´) producto de la `transparencia´ irrefutable que parece destilar dicho relato; cuando en realidad se trata de la verosimilitud impuesta por un discurso exitoso, el de Darwin. En segundo término, hay un escamoteo (…): del mito de referencia se desconocen absolutamente sus ritos, sin los cuales aquél desaparece. Entonces tampoco se trataría de un mito, sino más bien de una leyenda transmitida a través de textos disciplinarios. Finalmente, lo anterior justificaría una afirmación opuesta a la que realiza Freud, que impide, precisamente, `la reconducción de una masa a la horda primordial´, tanto metodológica como conjeturalmente. La `conjetura´ (así llama al mito de acuerdo con la arqueología epocal), al revés de su creencia, invalida la analogía totalizante, la muda correlación entre masa y padre primordial. Y, también, desaconseja volcar el mito sobre las situaciones actuales y venideras de un solo golpe, naturalizando un ídolo que desnaturaliza su propio y recóndito origen (2008, pp. 45-7) (cursivas en el original).

Contundente. Pues bien, volviendo a la fábula freudiana, todavía hoy, decía Freud en 1921, los individuos-masa hacen sobrevivir el espejismo de que su conductor los ama, además de que el propio conductor no se comporta sino de manera señorial, en la medida en que no necesita amar a ningún otro más que a sí mismo, el señor autónomo y seguro de sí. ¿Está hablando de sí mismo, otra vez? La formación de masa posee un carácter ominoso compulsivo que, mediante fenómenos sugestivos –esto es, mediante un convencimiento fundado en una ligazón erótica-, sale a la luz como reminiscencia de la horda primordial. El jefe de la masa moderna sigue siendo el Padre de la masa primordial; tanto ésta como aquélla no quieren sino ser gobernadas por un ser todopoderoso, necesitan de la Autoridad. El Padre primordial es el ideal de la masa en la medida en que gobierna al yo reemplazando al ideal del yo.[14] Luego, el padre muerto no se convertirá sino en el imago de los padres reales, los líderes, jefes o cualquier elemento jerárquicamente superior.

Ahora bien, este disparate, como se ha deslizado, fue combatido, en el campo de la psicología, por varios autores, entre los que se ha destacado a Wilhelm Reich y a Juan Carlos de Brasi. En efecto, este último señala (2008): «El mito de la horda primordial es un espejismo, una fascinación suprahistórica que vicia la comprensión analítica de los sucesos colectivos» (p. 48). Y eso por las siguientes razones: primero; aparece como un principio evidente la unificación retrospectiva de las diferencias que acontece en todo grupo o colectivo; segundo, el imago del padre muerto es inútil para explicar los lugares –en movimiento- de la grupalidad. «Se cae, de este modo –dice de Brasi (2008)- en una “simbólica” tan intemporal como vacía», aunque después recupera un aspecto: como huella de una ley que trabaja allende de lo imaginario. Mucho más simple y concreto, tal vez, sería decir que se cae en la más vulgar de las edipizaciones. Tercero –que deseo resaltar –sugiere de Brasi (2008)– especialmente: «es la inclusión apresurada del mito de la horda en el ámbito de las operaciones y reflexiones terapéuticas, así como en el de las elucidaciones casuísticas» (p. 49).

Continuemos. «Cada individuo –dice Freud (1921/1979) hacia el final de su texto- es miembro de muchas masas, tiene múltiples ligazones de identificación y ha edificado su ideal del yo según los más diversos modelos» (p. 122). De tal suerte, cada individuo participa del alma de muchas formaciones de masa («raza», clase, nacionalidad, religión, etcétera), «y aun puede elevarse por encima de ello hasta lograr una partícula de autonomía y de originalidad» (Freud, 1921/1979, p. 122).  En cada caso, el «individuo» que está dividido entre todas estas formaciones de masa, resigna su ideal del yo para transformarlo en el ideal de la masa que encuentra su expresión corporizada en el jefe o conductor de la misma. Ahora bien, también sucede que en muchos individuos el ideal del yo y el yo no se separan de manera importante, de modo que el yo puede conservar una importante carga de su vetusta vanidad narcisista.

Repárese en que el yo se vincula ahora como un objeto con el ideal del yo desarrollado a partir de él, y que posiblemente todas las acciones recíprocas entre objeto exterior y yo-total que hemos discernido en la doctrina de las neurosis vienen a repetirse en este nuevo escenario erigido en el interior del yo. (Freud, 1921/1979, p. 123)

Resulta extraño que Freud sostenga, en este punto, que el yo devenido objeto de un ideal producido por sí mismo mantenga todavía un escenario donde «todas las acciones recíprocas entre objeto exterior y yo-total que hemos discernido en la doctrina de las neurosis vienen a repetirse», en la medida en que esas relaciones, tal como las había planteado la experiencia del análisis hasta ese momento, no eran sino edípicas, y lo que ahora se hace no es postular un yo-total, sino un yo explotado y abierto a una infinita cantidad de identificaciones posibles; se trata, a decir verdad, de un individuo que ha fugado de sí, que ha enloquecido, y que lo ha hecho hacia toda dirección en que sea dable encaminarse. Un individuo que, ahora, no se constituye sino en el punto exacto donde mil y una líneas lo dibujan, y lo hacen formar parte de una cartografía no sólo geopolítica, sino también histórico-económica, y metafísica. Se trata, para decirlo en una palabra, de trascender la limitada escena edípica teatralizada en un diván hacia la arena del acontecer social-histórico. Se trata, en rigor, de ensuciarse un poco las manos. ¿Por qué? Porque la verdad no es limpia ni preciosa, sino sucia y desagradable.

4. Elogio di un filosofo e analista italo-argentino: don Juan Carlos de Brasi. Buonànima[15]

Juan Carlos de Brasi (1939-2017) fue, entre otras cosas, mentor y amigo del ítalomontevideano Alejandro Raggio, quien a su vez fue mentor, y es amigo, de este ítaloplatense que con sumo agrado esta crítica escribe.

Pues bien, de Brasi entiende que Psicología de las masas constituye un discurso inaugural. Como si fuese, él mismo, un genealogista, escribe: «si pudiéramos atribuir una voluntad a aquél (el texto), sería la de no permitir cerrarse, ni sobre sí mismo, ni en acercamientos impresionistas, veloces desciframientos o interpretaciones convencionales» (de Brasi, 2008, p. 9). Según él (2008), el análisis de la grupalidad como problema constituye el sine qua non de Psicología…, incluyendo desde los comienzos otras dimensiones problemáticas como la complejidad, el movimiento y la diseminación; «tres rasgos que rasgan las convicciones apresuradas o las clausuras involuntarias, en las que el mismo psicoanálisis basa muchos de sus asertos» (p. 10). Asertos, no aciertos. La aventura freudiana aparece como una intervención en un campo de saberes con cierta tradición asentada. La complejidad refiere al ineludible camino que todo concepto psicoanalítico debe conocer para poder dar cuenta de los procesos colectivos y sus mutaciones y momentos caóticos. «Las reducciones categoriales, por el contrario, son los modos en que un círculo profesional, estamental, etc., se los apropia en su afán de institucionalizarlos, someterlos a ciertas relaciones de fuerzas, haciendo escuelas o dispositivos similares» (de Brasi, 2008, p. 12). ¿Resuena esto en el sur del Sur? ¿Y en el sur del Norte? Pues debería. Figúrese esto: escuela de no sé qué (no sé qué quiere decir lacaniana). ¿Cómo podrían no conformar escuela deformando cabezas? Es obvio: si un fulano (fulano quiere decir mesías francés) alucina transmitir una «enseñanza» de un tal maestro clarividente (obvio: el dios judío de Viena), hay que levantar, cual espléndida construcción fálica compensatoria, una sacrosanta escuela de la nadería. Eso sí: en francés. Mi dispiace, ma io non parlo francese… se non voglio. Delirio de base, adolescencia del edificio. Si quieren un padre, porque adolecen, ahí lo tienen. Un hombre ilustrado no tiene padre, ni dios, ni amo. Luego: Centro tanto y cuánto… Lleva el nombre de otro francés. Pensando en él, en Félix, digo: las erinias saben de los mentecatos que con su nombre hacen excrementos en orden a comérselos en su otro nombre: dinero. Ya les visitaron, dejando su infamia a la luz del mediodía, enloqueciéndoles, y les visitarán de nuevo. Nada hay más despreciable, como decía el poeta alemán, que el despliegue del autoritarismo basado en la ignorancia.

Volvamos. Un aspecto problemático se presenta debido a la traducción de ciertos términos centrales de la obra freudiana. En efecto, el término Bindung (vínculo)[16]es traducido como lazo (o ligazón) y, por extensión, como lazo social.[17] Este error proviene, dice de Brasi, de la sociología objetivista francesa representada por E. Durkheim. Una importante tradición psicoanalítica toma el lien social de este autor, que no es sino una noción cosista -que sólo refiere a realidades constituidas- y coercitiva –«está dedicada a fundamentar la constante presión sobre el individuo»- y que, por si fuera poco, tiende a identificar la divinidad con lo social. También es una categoría expresiva detectable en los hechos sociales. «El lazo de múltiples individuos en unidad se expresa -como muestra Durkheim al analizar Las formas elementales de la vida religiosa– en lo visible y palpable del animal sacrificado, que se ingiere en una ceremonia común» (de Brasi, 2008, p. 13). De tal surte, la unidad social expresa de modo real en qué medida el animal del sacrificio es la divinidad absoluta, determinante. El otro polo del lazo social contiene un concepto «orgánicamente solidario», la anomia. Ahora bien, nada hay en Freud, según de Brasi (2008), de tal concepto. Se presenta, antes bien, el proceso de «desvinculación» (Entbindung) hacia el final del texto. Lazo, además, se define como nudo, mientras que el término vínculo «indica una mayor labilidad, un continuo desplazamiento (vinculando), supone lo desvinculado en la conexión misma y permite, en este caso, una correlación conceptual con el empleo del vocablo en campos afines» (de Brasi, 2008, p. 14).

El vínculo en Freud tiene una doble relación con lo normal y lo patológico. En el primer caso el vínculo no se establece merced de las relaciones de objeto puesto que las identificaciones –condiciones de posibilidad para que haya un sujeto- son previas a cualquier relación de objeto propiamente dicha (como se vio en el caso que desemboca en el complejo de Edipo). En el segundo, «no pueden anidar en las relaciones personales e interpersonales anegadas por su negación» (de Brasi, 2008, p. 15). Es decir, en el lugar en que éstas se despersonalizan precipitando un férreo mecanismo de defensa. Uno de los grandes méritos de Freud, según de Brasi (2008), fue el de haber eludido la noción de persona –«base del humanismo soteriológico (salvacionista) de cuño cristiano» (p. 15). Permítaseme agregar en un sentido completamente distinto lo siguiente: la categoría «persona» es una construcción clave y compleja en la filosofía del derecho del señor Hegel. Afirmo sin pedir permiso: mientras más lejos se esté de lo soteriológico y hegeliano, más cerca de la verdad se estará. Porque no hay salvación ni se necesita, y porque no todo lo real es racional, antes bien lo contrario, y porque no todo lo racional es real, a menos que los delirios y alucinaciones sean reales. Que lo son, pero en otro sentido. Hegel deliró, por ejemplo, que después de él ya no habría nada. Marx y Bakunin lo acomodaron en su propio siglo, y Camus lo ajustició en el siguiente. Por último, el concepto de vínculo no supone la existencia de una estructura en la medida en que ésta implicaría dejar en suspenso la situación y la temporalidad, claramente.

Ahora bien, otro de los méritos de Freud, aparte del de haber introducido como principio de explicación de la formación de masa el concepto de libido -como ya se trabajó-, y el de eludir la noción de persona, fue el de incorporar la amplia noción de afecto y, por añadidura, la de afectar y ser afectado. En efecto, no se trata tanto de ansiedades ni de sentimientos en los fenómenos de masas, como de afectos en la medida en que «ellos se organizan (componen), funcionan (sugestionando) y circulan (contagiando) como verdaderos regímenes de afectación» (de Brasi, 2008, p. 24) (cursivas en el original). En éstos la libido, los flujos de energía o, por qué no, las máquinas del deseo, (singularmente, prefiero el vocablo «tendencia» inactual para referirme al Trieb… mejor dicho, prefiero decir Trieb si quiero hablar del Trieb, cuyo concepto acabo de señalar) son constitutivos de las formas de socialidad[18]y de su potencial para operar transformaciones radicales. «Para esto la energía no debe ser captada en reposo, en estado inercial, cuantitativamente (…), sino es su diversidad cualitativa, como un fluir continuo que es bloqueado y liberado en múltiples artificios estructurales, objetales, sistémicos» (de Brasi, 2008, p. 24) (cursivas en el original).

El movimiento tiene que ver con el acto de moverse –danzar- acompañando al texto y dejándose acompañar, reconociendo intensidades emergentes –que no pueden acontecer si no es en virtud del encuentro. También tiene que ver con «la movilización, apropiación y elaboración de lo transcurrido que involucra de manera tan peculiar el cuerpo en el corpus de la escritura» (de Brasi, 2008, p. 29) (cursivas en el original). La atención del movimiento implica además el sustentamiento de la conjetura que refiere al desarrollo metapsicológico de la grupalidad.

[En el movimiento]] hay tres direcciones, con supuestos que se mantienen resignificados en cada trecho, que son encrucijadas donde lo que dura sólo es posible por sus respectivos cambios. (…) (el) final (…) es justo el clímax en que se revierte toda la problemática tradicional sobre la grupalidad, donde aflora otro modo de interrogación acerca de sus devenires. (de Brasi, 2008, pp. 29-30)

Otro aspecto destacable de la obra freudiana es la hipótesis que hace referencia a la «conexión permanente que existe entre los procesos libidinales y los niveles institucionales y organizacionales, formales e informales» (de Brasi, 2008, p. 50) (cursivas en el original). Lo que habría que investigar, en rigor, son los procesos de desvinculación (Entbindung), sus dispersiones y conexiones, a fin de posibilitar la construcción de un saber más consistente sobre la grupalidad. Esto implica, dice de Brasi, girar el enfoque con el que se problematiza, a partir de las propias categorías del análisis. Especial atención merece la noción de sujeto, su estatuto e historicidad, los modernos procesos de subjetivación, las tecnologías y la producción de subjetividades «que hace tiempo abandonaron el reclusivo hogar edípico» (de Brasi, 2008, p. 53). No siempre, pues algunos llegan a viejos sin haber sido adultos. El desarrollo del análisis legado por Freud podría encontrar uno de sus problemas fuertes en el estudio de la separación-diferenciación, dentro del campo que lo desvinculado produce. La rajadura de la diferenciación y la desvinculación trae aparejadas serias consecuencias para la teoría (hipótesis, en verdad, o mito, a secas) del inconsciente y para la comprensión de cómo se produce el «sujeto psíquico», en la medida de que el dinamismo identificatorio no introduce sino nuevos movimientos de diversas líneas. El sujeto se dibuja, desdibuja y redibuja a cada instante. Ahora el individuo (un ello psíquico –según Freud (1923/1979)- desconocido e inconsciente), participa de muchas masas, por lo que sufre gran variedad de vinculaciones identificatorias y edifica su ideal del yo según una multitud de modelos. «De este modo la noción de sujeto psicoanalítico sufre una transformación significativa, cambiando en una escala que no puede esquivase durante el acto clínico, aunque tal mixtura deba ser desmontada pieza por pieza en ese quehacer» (de Brasi, 2008, p. 55). En una palabra, se presenta al sujeto como multiplicidad. ¡Basta, pues, de papá y mamá y los nombres de la nada! ¡Basta de oscurantismo y dogmatismo! ¡Basta ya! O no, da lo mismo. La verdad destruye ilusiones… por eso los ilusos son ciegos y sordos. Y por eso los mercaderes les cantan a los sordos y les muestran pinturas a los ciegos.

Lo saliente es que aquél se va deslizando y queda marcado por múltiples pertenencias, creencias, reglas de juego, formas de participación, posiciones respecto a los códigos y costumbres, que sobrepasan los esquemas tradicionales y comunicacionales, estrategias de ubicación, realizaciones performativas, trazos morales de sus acciones, y un sinfín de aconteceres. Todo ello son balizamientos que indican que el sujeto no es sólo un «sujeto del discurso» o «estructural». (de Brasi, 2008, pp. 55-6)

Más allá de lo que podría presentarse como una discusión con Lacan y el lacanismo – y que lo es de hecho- lo que interesa resaltar es que se trata de los comienzos de la argumentación con la cual de Brasi (2008) despliega su tesis del sujeto explotado. Ex edípico –se verá si llega al nivel de lo anedípico-, el sujeto entra ahora al ruedo identificatorio de coordenadas socio-históricas. Y se encuentra nuevamente, en este punto, la genialidad de Freud, en la medida en que Psicología de las masas… abre las puertas a una comprensión analítica de la construcción de la psique como poblada por la historia, los devenires y mil acontecimientos ahora recuperados. El entramado sociopolítico configura, moldea, configura a los individuos según las más diversas maneras que, no obstante, poseen en común el rasgo intencional de su propia perpetuación. Empero, las modelizaciones funcionan con errores, con imprevistos, como una gran máquina que, al igual que las del deseo, no funciona sino estropeándose. Es en las fisuras de la modelización donde aparece la posibilidad de transformación de lo instituido en virtud de las potencialidades deseantes. De este modo se muestra que «el sujeto estalló, a la inversa de lo que se afirma comúnmente, en su mismo núcleo y se redistribuyó en órdenes materiales y reales no cuantificables» (de Brasi, 2008, p. 56) (cursivas en el original). Otro día pensaremos si esta explosión fue análoga a la del antecedente de la creatura, es decir, el tal dios. Porque la explosión del dios dejó ansia, soledad y deseos infinitos y por definición incumplibles. Es decir: un puro delirio en el que hoy, todavía, estamos instalados.

Ahora bien, persiste un problema. En efecto, el psicoanálisis postula que el sujeto se funda merced de una escisión (Spaltung), presentando la imposibilidad de un comienzo unificado, sincrético. Se trata de la diversidad de lógicas que trabajan en lo inconsciente y lo preconsciente-consciente.

La escisión sería, entonces, dependiente de la multiplicidad de lógicas ejercidas pasiva y activamente, por estar envuelta desde la raíz en vinculaciones colectivas, sea en el estrato que fuere. De manera que la lógica de el sujeto, o la de el individuo, no son sólo un problema mal planteado, un dilema, sino una contradicción en los términos. La multiplicidad de lógicas y sus nombres precisos (inconsciente, borrosa, polivalente, inadecuada, magmática, etc.), según la elección de la perspectiva, entrañan un desafío real, que avanza desde un porvenir, también posible de ser inventado. (de Brasi, 2008, p. 57) (cursivas en el original)

Esta comunidad de multiplicidades tiene de frente la posibilidad de inventar modos inéditos de subjetivación y de producción de subjetividad en conformidad con su voluntad, ya sea ésta más bien ético-clínica, o bien fundamentalmente político-deseante.

5. Sobre lo «productivo» y deseante en lo metaempírico de la grupalidad freudiana

El análisis de la complejidad, el movimiento y la diseminación presenta todavía un problema, a saber: la elucidación de la potencialidad productiva y deseante que radica en las posibilidades esbozadas a partir del estudio de lo metaempírico de la grupalidad freudiana, esto es, el problema de las identificaciones. Son ellas, en su positividad, las que marcan des-en-marcando, y las que critican las nociones de sujeto y subjetividad en el seno del análisis. Las identificaciones funcionan «como marcas de marcas –no sólo como rasgos-, a la manera de la Selbsdarstellung freudiana en Más allá del principio de placer. Al modo de una unidad que no forma sistema. Ordenada pero asistemática» (de Brasi, 2008, p. 67). Se presentan como marañas más que como modelos, y rara vez aparecen cristalizadas –«si un sujeto queda atrapado en alguno de sus mecanismos intermedios, y se cristaliza en ellos, las identificaciones pierden su capacidad de enriquecimiento transitorio, para trocarse en eficaces modelos de alienación» (de Brasi, 2008, p. 129). Las identificaciones son como laberintos. Presentan el problema, para el análisis, de ser confundidas con otros mecanismos, como por ejemplo el de asunción de un rol. Su papel es determinante para el sostenimiento y funcionamiento de una cultura determinada, en la medida en que éstas descansan e incluso tienen como motores a aquéllas. «A tal grado que `perder la identidad´, `extraviarse en las identificaciones´, `no encontrar paradigmas de identificación´ u `olvidar el documento que documenta mi identidad´, implica romper la norma que normaliza (…)» (de Brasi, 2008, p. 69). O, para decirlo en otras palabras, uno de los elementos que posibilita el ejercicio del gobierno sobre los otros y sobre sí. ¡Feliz aquella pérdida en que se gana el mundo entero! ¡Trozos de Aión, felicidad de la muerte, cabello solar, ojos de bosque, dientes de jazmín, boca de rosa, arcoíris infinitos, vino sin límite, multiplicación selvática y extática! ¡Olvido de un mundo que es la muerte por cansancio, vivencia de un mundo que es la muerte por agotamiento feliz!

Al hablar, dice de Brasi, se hace expresar al proceso de identificación lo que no expresa, esto es, la identidad, y no se pone en su potencialidad lo que reclama, a saber: la diferencia. Si se tratase meramente de inequívocos, no trascenderían el orden de la fiesta y el chiste. Si fuesen equívocos serían los portavoces de unidades perdidas, y amenazarían con el soliloquio o la incomunicación en tanto que formas puras de la vinculación intersubjetiva. Por fin, si no fuesen más que multívocos regiría la división como principio y fin. De ahí la importancia que reviste la univocidad en tanto que no principia ni tiende a fines; y de la crítica «a la ilusión de un mundo sintactista y del delirio anónimo de la coherencia, que no se opone a la incoherencia, sino a la falta de unificación activa» (de Brasi, 2008, p. 70). Las identificaciones, entonces, no serán pensadas como una categoría –no someterán las particularidades a una generalidad determinada-, sino como un desafío y una estocada al corazón de las certezas (de Brasi, 2008). Las identificaciones, ya con tal, o cual, ya con una idea, o con un acontecimiento, operan como nociones básicas, como medida de un conocimiento común en virtud de una realidad dada. Empero, las identificaciones no pueden reducirse al estatuto de meras nociones; no se trata de una versión adjetiva. Tampoco habría que pensarlas como conceptos en una versión conceptualista, en la medida en que no es menester subsumirlas en la identidad y la universalidad. ¿Qué serían las identificaciones, entonces? «Serían puras diferencias entre complejos procesos que se resisten a ser captados de manera unificada o abarcados en una tipología definitiva» (de Brasi, 2008, p. 72). Todavía se puede enunciar de otra manera, a saber: «son movimientos ideatorios, ideas en curso, pasajeras de los bordes, destellos inapresables, luces-sombras irregulares, fluyentes temporalidades, series concisas y fulgurantes» (de Brasi, 2008, pp. 72-3) (cursivas en el original). Y cuando de Brasi (2008) habla de ideas lo hace en por lo menos tres sentidos: el de las ideas como problemáticas –a partir de Kant-, el de la coexistencia de las ideas en las formaciones sociales, sin identidad ni semejanza cognoscibles en la medida de que se amasan en la práctica –a partir de Marx-, y en el de Deleuze, donde «una idea es una multiplicidad definida y continua, de dimensiones» (Deleuze, citado en de Brasi, 2008, p. 73). Todavía es dable añadir un cuarto sentido: el de Agamben cundo habla de la falta de nombre propio de la idea, la cual sólo podría retomarse a través de un movimiento anafórico; «la anáfora de auto: la idea de una cosa es la cosa misma. Esta anónima homonimia es la idea» (Agamben, citado en de Brasi, 2008, p. 73). Sólo un régimen es el que satisface su complejidad, y tal no es sino «el del verbo, no sólo donde se conjugan los actos, sino aquél en el que se desencadenan los procesos irreversibles, agenciamientos donde el lenguaje vive de los silencios, cuerpos, afectaciones metasimbólicas que habitan otros mundos» (de Brasi, 2008, p. 73). Todas estas características están implicadas en la palabra Identifizierung, ya sea ésta empática «al rasgo, con el objeto perdido o resbale en el plano transitivo» (de Brasi, 2008, p. 74). Posee relaciones de incertidumbre agujereadas por doquier, lo que permite que sean abordadas desde diversas líneas y bloques de tiempo. Juan Carlos de Brasi (2008) lo dice de una manera muy bella: «beben actualidad, suspenden el cuerpo en presente eterno, o lo impulsan en el sentido de participar en una historia de vida y muertes de historias vividas» (p. 74). Así como el acontecimiento, cuando se nombran es porque ya no están o, lo que viene a ser lo mismo, porque están reconocidas. Eludir su enunciación acarrea su insistencia, cuya fuerza no es conjurable. «Ambivalencia, pero no entre dos polos, sino entre miles de dimisiones» (de Brasi, 2008, pp. 74-5).

El ejemplo de de Brasi (2008) es el siguiente: en el punto exacto donde se cruzan la identificación heteropática –con otro sujeto- y la idiopática –del semejante con uno mismo-, se produce lo que se denomina nosotros. Luego es la pregunta: ¿quiénes somos nosotros?; cuya problematización abre «el plural mayestático a la diferencia» (p. 76). De tal suerte, se establece cómo lo impersonal –tema tan importante en las filosofías de Blanchot, Deleuze y Foucault con su cuarta persona del singular- se implica en lo que la lengua designa como personal e individualizado. «Esos otros son, asimismo, ellos. De ese modo todo yo (y nosotros en su conjunto), en cuanto síntesis pasiva, es también un él» (de Brasi, 2008, p. 76) (cursivas en el original). Ahí, y sólo ahí, emerge la posibilidad de que nos también puedan ser otros. No se trata de la identidad en sentido clásico, sino de algo que unifica una ilusión –imprescindible según de Brasi (2008)-, o, en otro caso, algo que da rienda suelta a una alucinación (lo que tal vez no sea más que una diferencia de orden intensivo cuali-cuantitativo). Las identificaciones como ideas no son un producto totalmente virgen en Psicología de las masas…, en realidad Freud ya las venía trabajando desde un tiempo atrás. Concretamente, en su correspondencia con Fliess, dieciocho años antes de la publicación de Duelo y Melancolía, describía al mecanismo identificatorio merced de ciertas manifestaciones mediante las cuales los impulsos hostiles contra las figuras paternas cambian su dirección contra el propio sujeto, en forma de castigo o reproche o castigo interno. Freud «afirma en la carta a Fliess del 2 de mayo de 1897: `Existe una justicia trágica en el hecho de que la acción de rebajamiento a que se somete al jefe de familia en relación a la sirviente, sea atenuada mediante la autodegradación que se inflige la hija»[19] (Freud, citado en de Brasi, 2008, p. 88) (cursivas en el original). Se hace hincapié en el rebajamiento, sostiene de Brasi, en la medida de que es a través de él cómo se da cuenta del achicamiento del yo en Duelo y melancolía (1917), donde acaece esa extraordinaria rebaja del melancólico en su sentimiento yoico. Merced de las identificaciones, con su respetiva movilización pulsional y de representaciones, se forma el argumento de una novela no ya familiar, sino sociofamiliar, «que cuestiona tanto la ficción del género novelesco como la imaginación naturalista de la familia» (de Brasi, 2008, p. 89). Y ahí de Brasi (2008) agrega: «lo único que intento destacar es que, desde los comienzos de la práctica psicoanalítica, las dimensiones del socius atraviesan su discurso se lo acepte o no» (p. 89). Ça va sans dire! En efecto, no sería sensato contradecir esta afirmación. No debería haber dudas de que el socius puebla la experiencia analítica. Empero, cabe la sospecha de que la novela que se plantea –con los atributos señalados-, no sea tanto sociofamiliar como familiar-social. Es decir, persiste la duda de si el análisis hace de su problema inicial –en Psicología de las masas– un mejor comienzo que el de las coordenadas familiares, haciendo de éstas un lugar de llegada, y no de inicio. En todo caso, este es un problema determinante para la surte del análisis y, tal vez, no dependa sino de la voluntad del analista, más allá de todo azar necesario.

La identificación, en su forma más «originaria e hipotética», es la que modela al yo. «Está enclavada –dice de Brasi (2008)- en la prehistoria (dimensión conjetural) misma del complejo de Edipo» (p. 95). En esa línea, la incorporación del padre merced del «deseo» del niño lo erige a aquél como ideal.

La palabra Einverleibung (incorporación) que Freud introdujo en la tercera edición de los Tres ensayos de teoría sexual, al hablar de `incorporación del pecho materno´, generó muchos equívocos, donde se trató un nivel metafórico como si fuera un plano observacional. (…). Para superar esta alucinación será necesaria una teoría conjetural del sujeto deseante, de las temporalidades particulares (fases) y de nociones anobjetales como, por ejemplo, la de “petit a”. (de Brasi, 2008, pp. 95-6)

La palabra Einverleibung implica mucho más que tragar algún objeto, sin importar su estatuto de realidad. Refiere al acto en virtud del cual el lenguaje supera tanto a los significantes como a las significaciones. A través de tal acto, no se transforma sino en un campo de pura afectación y un cuerpo autoeficaz tanto simbólica como empáticamente, pleno de acontecimientos, de inagotables verba-verbos (de Brasi, 2008). Tanto el niño como la niña entran en el proceso del mito-complejo luego de este primer momento. Todos los caminos edípicos son posibles. No obstante, pareciera que cada uno y todos los caracteres se diseminan, no siendo la completud más que otra alucinación. El Edipo sólo se agota en el discurso mientras que el drama del socius lo abre a un universo extradiscursivo. Y es ahí donde debe buscarse su superación.

Por el momento, como se ha visto, Edipo sigue produciendo e impregnado la «arena social-histórica».

Entonces: el sujeto del análisis puede devenir un individuo-masa subsumido en la fascinación de una masa de dos, fácilmente analítica, pero también terapéutica. En todo caso, la circulación libidinal presenta el problema para el sujeto tanto como para el analista, de una posible deriva no menos peligrosa, castradora e inservible que la de las grandes formaciones de masa, o la de simplemente un grupo más o menos pequeño, pero con una fuerte concentración de sometimiento y jerarquía. La tarea que se presenta a la voluntad analítica, como del todo irrenunciable, es la siguiente: abrir los ojos del análisis más allá del estrecho desfiladero del Edipo. Una vez que se dibuja el diagrama de las identificaciones se obtiene un panorama global de la situación. Allí se coactualizan otros espacios del análisis, con sus propias temporalidades y dispositivos, que se cruzan «con la multiplicidad de series disparadas durante el quehacer clínico» (de Brasi, 2008, p. 115). De todos modos, es importante resaltar que «en ese movimiento ambivalente (…) dicho diagrama ha sido comprendido en su especificidad y rebasado en continuidad, más allá de lo sintomal y la red edípica como formas unilaterales de explicación» (de Brasi, 2008, p. 115). Cierto psicoanálisis no puede sino conjurar todo desborde masivo como extranjero; sus pertenencias al orden de la fantasía o lo simbólico, sus implicaciones históricas y lingüísticas, no parecerían encontrar más asidero que el de las coordenadas narcisistas, familiaristas, delimitadas puntualmente por aquello pasible de ser reducido a lo propio y lo personal, merced de un ejercicio humilde, piadoso y, de cierta forma, burocrático. Triste, ciertamente. Patético, en una palabra.

Ahora bien, más allá de las deformaciones y disciplinamientos heredados por la fuerza monumentalmente abigarrada de la tradición, por su apuntalamiento subrepticio en el ánimo de los analistas, tal vez estas tierras ignotas no son sean sino la introducción de lo real en los procesos del análisis. Tal vez lo más interesante sea «ver que justamente las aspiraciones sexuales de meta inhibida» logran crear ligazones o vínculos asaz duraderos entre los seres humanos. El individuo, como se ha dicho, no es sino una maraña, un enloquecido compuesto de identificaciones de los más diversos estatutos, ya simbólicas, tradicionales, ya con masas artificiales, ya restringidas, ya de guerra, de clase, ya mass-mediáticas. Todas esas líneas, y más, son las que dibujan un individuo. Una coactualidad ilimitada en la que el individuo perdura transitando lo que dura, sufriendo modificaciones y devenires imperceptibles. Los procesos identificatorios marcarán tanto los procesos del terror represivo como los de liberación. En aquéllos lo harán mediante la forma del «todos somos culpables» –residuo de una teología mundana y razón del terrorismo asentado inconscientemente en la identificación con el agresor. En la experiencia clínica jugará un papel determinante, en virtud de la coactualización de la multiplicidad represiva, el corte narcisista y la consecuente desidentificación con el agresor: de tal forma se le dará una clara dirección a la cura. En aquéllos, es decir en los procesos emancipatorios, estará llamado a jugar un papel no menos importante en la medida de que no es más que el valor identificatorio el que impulsa las creaciones de orden colectivo y, de suerte, en rebeldía. Si los colectivos no producen un movimiento identificatorio –con todas las complejidades que tal acción implica- mal podrá pensarse en que la revuelta acontezca: las revueltas no descansan en el deber, sino en el deseo. Se trata de hacer que los colectivos se identifiquen con ella y la carguen libidinalmente, pues en ello va la suerte del revoltoso.

En fin, ha de tenerse presente que las identificaciones no causanjustifican ni demuestran nada, «sino que componen regímenes afectivos, capaces de velocidades meteóricas, de congelamientos extremos, de estallidos y bloqueos, de agenciamientos colectivos imperceptibles (…)» (de Brasi, 2008, p. 127). Son condiciones de posibilidad.

6. Conclusiones

A partir del análisis socio-institucional-identificatorio que precede, se puede mostrar, entre otras cosas y retomando nuestras entregas precedentes, que el «fantasma» del psicoanálisis freudo-lacaniano no existe, es decir, que nunca es individual, sino siempre «fantasma» de grupo. La existencia de dos clases de fantasmas grupales descansaría en el hecho de que la identidad de las -así llamadas por Deleuze y Guattari- máquinas puede ser, también, de dos clases, a saber: o bien que las máquinas deseantes se subsuman en las grandes masas gregarias que forman, o bien que las máquinas sociales se articulen con las fuerzas moleculares que las habitan. De tal surte, puede ocurrir que el fantasma de grupo sea cargado en el campo social –donde podrían ubicarse formas de diverso tenor represivo- o, por el contrario, por una contracatexis que invista el campo social con un deseo rebelde, revoltoso, impertinente. Entre las máquinas, como se dijo oportunamente, no existe una naturaleza diferente, sino tan sólo una diferencia de régimen.

El fantasma de grupo siempre está maquinando a nivel del socius. Se presenta como inseparable de las articulaciones simbólicas que trazan un campo determinado en tanto que social y real. El fantasma –aparentemente- individual no vuelca sino sobre un soporte imaginario la riqueza de este campo. Sin embargo, él mismo está conectado al campo social que existe, sólo que de una manera imaginaria mediante la cual alucina un yo propio. Este sesgo imaginario del fantasma individual es determinante para pensar el trabajo de la pulsión de muerte. En efecto, la supuesta permanencia que se le atribuye al orden social imperante trae consecuencias:

implica en el yo todas las catexis de represión, los fenómenos de identificación, de «superyoización» y de castración, todas las resignaciones-deseos (convertirse en general, convertirse en un bajo, medio o alto cuadro), comprendida entre ellas la resignación de morir al servicio de este orden, mientras que la misma pulsión es proyectada hacia el exterior y volcada hacia los otros (¡muerte al extranjero, a los que no pertenecen a nuestro grupo!). (Deleuze & Guattari, 1985, p. 68)

Por otro lado, el fantasma de grupo posee un polo «esquizo-revolucionario» (esto es mera jerga deleuziano-guattariana, como por lo demás lo son todos los términos neo-lógicos de los señores psicoanalistas franceses) donde es central el hecho de poder vivir las instituciones como mortales, perecederas, lo que las hace pasibles de ser ya destruidas, ya transformadas en virtud de las articulaciones entre el deseo y el campo social, transvalorando la pulsión de muerte en un impulso instituyente.[20]

Mientras que el fantasma individual descansa en un yo que imagina constituirse merced de las instituciones vigentes, el fantasma de grupo no tiene por sujeto más que a las pulsiones que ensamblan máquinas deseantes a partir de la potencia «revolucionaria». El fantasma grupal conserva las disyunciones en la medida en que cada uno de sus miembros pierde su sujeto (su supuesto), pero no sus singularidades. Singularidades que, además, no cesan de entrar en conexión a través de los objetos parciales sobrevolando de un cuerpo a otro por encima de un cuerpo sin órganos producido por el grupo.

Los dos tipos de fantasmas o, todavía mejor, los dos regímenes del fantasma, se diferencian en virtud de que la producción social de bienes imponga su regla al deseo, utilizando un yo imaginario cuya unidad descansa en los propios bienes, o bien en virtud de que la producción deseante de afectos logre reglar las instituciones cuya elementalidad ya no se distingue de las propias pulsiones.

Deleuze y Guattari (1985) ven en Klossowski al iniciador del camino que ha de terminar con el paralelismo entre Freud y Marx. Entienden que no es sino en La moneda viviente (1970) donde empieza a perfilarse el descubrimiento de que la propia producción social y las relaciones de producción son, en sí mismas, una institucionalidad del deseo en cuya infraestructura trabajan las pulsiones y los afectos. En otras palabras, entienden que allí es donde empieza a perfilarse el descubrimiento de que el deseo forma parte de infraestructuras y que, además, no es sino en ellas donde se crea, junto con las formas económicas, tanto sus propias formas de represión como sus propios medios de liberación. Dice Klossowski (2010): «¿Acaso las normas económicas no forman a su turno una subestructura de afectos y no la infraestructura última (si es que hay una infraestructura en última instancia) constituida por el comportamiento de los afectos y las impulsiones?» (p. 12) (cursivas en el original). Si es que hay una infraestructura… efectivamente. A lo que sugiere que una respuesta afirmativa no equivaldría sino a equiparar las nomas económicas al nivel de las artes, la moral, la religión o el conocimiento, es decir, «un modo de expresión y de expresión de las fuerzas impulsionales». Y más adelante agrega:

Que esta primera y última infraestructura se encuentre cada vez determinada por sus propias reacciones a las subestructuras anteriormente existentes, es indiscutible; pero las fuerzas presentes son aquellas que continúan el mismo combate de las infraestructuras en las subestructuras. Entonces, si esas fuerzas se expresan inicialmente en forma específica según las normas económicas, ellas mismas se crean su propia represión; y asimismo los medios para romper la represión que experimentan en diferentes grados (…). (Klossowski, 2010, p. 12) (cursivas en el original)

Como hemos señalado en nota al pie, uno de los primeros en señalar las deficiencias del economicismo y determinismo marxiano, fue el señor Bakunin. En efecto, en el alma de la chusma, del lumpenproletariado, del campesinado, de las meretrices, de los vagabundos, errantes, solitarios, en los estudiantes y en su juventud, en el espíritu de la lucha, en los poetas, no hay ciencia, y a veces ni siquiera conciencia, sino, antes bien, instintos de rebelión, deseos destructivos y violentísimos, también sublimes, también siniestros, impulsos y sentimientos y afectos contenidos… hasta que dejan de contenerse. Verdaderamente, en ese pequeño opúsculo citado y acá y acullá, desperdigado por toda la obra fragmentaria de este buen príncipe ruso, de este aristócrata (nótese la diferencia de procedencia entre él y su antónimo, el burgués judío, alemán y hegeliano), y decimos fragmentaria porque no concluía sus textos, apremiado por el ansia de la bomba, la confabulación o la conformación de cofradías, los dejaba a medio escribir, y lo que escribía, lo escribía a pelo. Sea como fuere, es él, contra la supuesta e imaginaria «ciencia» de los señores Marx y Engels, quien erige la hipótesis de que una revuelta no acaece fatalmente, ni determinadamente, ni necesariamente. Antes bien, descansa en el instinto de rebelión de las masas, esa chusma vilipendiada por los «científicos» Marx, Engels y Freud.

El desarrollo del fantasma de grupo basta para mostrar que el fantasma individual en tanto que tal no existe. Se trata más bien de dos formas de pensar los grupos: como grupos sujetos y como grupos objetos o sometidos. En éstos últimos, Edipo y la castración articulan una estructura imaginaria merced de la cual los individuos fantasmean su pertenencia al mismo. Ahora bien, ninguna de las dos clases de grupo es de una vez y para siempre conforme a sí misma, es decir, el grupo revoltoso o sujeto puede en cualquier momento burocratizarse, jerarquizarse, someterse en una palabra, mientras que los grupos objeto pueden, bajo determinadas circunstancias, devenir grupos sujetos.

Cuando aprendemos que el instructor, el educador, es el papá, y también el coronel, y también la madre, cuando de este modo se encierran todos los agentes de la producción y la antiproducción sociales en las figuras de la reproducción familiar, comprendemos que la alocada libido no se arriesgue a salir de Edipo y lo interiorice. (Deleuze & Guattari, 1985, p. 70) (cursivas en el original)

La interiorización funciona bajo la forma de una dualidad castradora entre un sujeto del enunciado y un sujeto de la enunciación, que en entregas anteriores hemos debidamente criticado, y es la que propicia un fantasma individual. Ahora bien, y como se sigue de lo hasta aquí expuesto, esta dualidad no puede ser sino falsa en tanto que desde ya supone una relación directa con la enunciación colectiva de los fantasmas de grupo. Todavía más, porque el propio «sujeto» junto con su atributo preferencial, esto es, la conciencia, no son sino un mito. Por lo siguiente: si se acepta la hipótesis de Suárez, retomada por Descartes sin citarle, el que piensa, y por lo tanto existe, no es el sujeto con su conciencia, sino el ángel engañador o genio maligno, toda vez que la conciencia es conciencia de algo, en este caso del engaño, de suerte que el engaño está asegurado y la existencia no. Entonces: el sujeto y la conciencia son el mito infundante de la modernidad. Ello piensa. Piénsese entonces: ¿qué es el inconsciente?[21] Ça va sans dire!


Referencias bibliográficas

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Serrano, V. (2017). El orden biopolítico. Madrid: El viejo topo.


Notas

1 Don de Brasi entiende que «el alma tiene sentido en relación con la libido, y desde ésta no se transforma en sustancia, sino en lo que anima, mueve los fenómenos colectivos. (…) el alma, más que un sustrato o cosa parecida, es un compositum, formado a través de los elementos heterogéneos que la componen» (de Brasi, 2008, p. 39).

2 Véase la segunda entrega de nuestra serie crítica respecto de la importancia de la noción de «problema» y sus derivados. Por su parte, de Brasi dice: «Freud afirma desde el comienzo “que toda psicología individual es simultáneamente social”. Pero: ¿cuál es el estatuto de este enunciado? Si fuese una premisa sería indemostrable. Si fuera una “certidumbre anticipada”, además de un sofisma sería una tautología, pues se supone lo que se debe demostrar. Si constituyera una “evidencia inmediata” carecería de interés. Entonces parece ser la puesta en escena de un problema a elucidar. Su transparencia es ilusoria» (2008, p. 19).

3 En el libro de Juan Carlos de Brasi, La Explosión del sujeto, el texto de Le Bon aparece como Psicología de las multitudes. El título original en francés es Psychologie des foules, que bien puede traducirse como Psicología de las masas, aunque «foules», en rigor, se corresponda más con «multitudes». El diccionario Le Robert ofrece cuatro definiciones: 1. Multitude de personnes rassemblées en un lieu. 2. La foule : la majorité des humains dans ce qu’ils ont de commun (s’oppose à élite). ➙ massemultitude. 3. Une foule de : grand nombre de personnes ou de choses de même catégorie. ➙ armée ; familier tasUne foule de clients, de visiteurs. Une foule de gens pensent que c’est faux. 4. En foule : en masse, en grand nombre. Le public est venu en foule. Consúltese en: https://dictionnaire.lerobert.com/definition/foule#definitions

4 Voy a dejar abierta, en esta nota, una puerta que conduce hacia otro punto de vista crítico. El señor Foucault, perteneciente a la tradición ilustrada y crítico notable, entre otras cosas, del psicoanálisis, interpreta el surgimiento de las masas en sentido moderno como directamente relacionado a la cuestión del gobierno, la gubernamentalidad, el implante de la sexualidad como deseo y el implante de un orden afectivo común, esto sería, un alma colectiva, es decir, una masa. Lejos de considerar a la masa como un fenómeno anómalo y peligroso, como Le Bon y Freud, no las considera sino como un dato que posibilita la emergencia de la biopolítica. «Estado de gobierno que ya no se define en esencia por su territorialidad, por la superficie ocupada, sino por una masa: la masa de la población (…)» (Foucault, 2006, p.137). De tal suerte, acaece la masificación de la población por mor de la normalización biopolítica. La clave, invisible para Le Bon y Freud, es la siguiente: «(…) si estos autores hubieran atendido mejor a esa otra dimensión que era el consumo masivo habrían descubierto que el concepto de masa, lejos de contraponerse al de individuo, es correlativo a este en el sentido en que el individuo lo es para el análisis de Foucault, es decir, para la gubernamentalidad, algo que sólo resulta visible si se atiende a la herramienta económica como el quicio de esa articulación entre masa e individuo» (Serrano,  2017, pp. 171-172). Para decirlo en una palabra: el individuo y la masa no se contraponen, sino que son lo mismo, es decir, dos lados de una misma cosa. Y agrego: como se sabe, Foucault es un crítico de la idea de represión. Entonces, pregunto: si Foucault está en lo cierto: ¿se sostiene la hipótesis del inconsciente? Oportunamente meditaremos sobre ello.

5  Las palabras y las cosas. (Frente a lo que pone la idiocia) … no se puede más que oponer una risa filosófica… (en el original en francés, 1966, p. 354).

6 Dice Deleuze (1980): «(…) el inconsciente, ni lo tenéis, ni lo tendréis jamás, no es un “ello estaba” cuyo sitio debe ocupar el “Yo” (Je). Hay que invertir la fórmula freudiana. El inconsciente tenéis que producirlo». (p. 90)

7  Esta idea es trabajada en Más allá del principio de placer (1920/1979).

8 «Künstliche Massen ha sido traducido habitualmente por `masas artificiales´. Éste es, ciertamente, su significado próximo, pero también otros le son muy cercanos e impregnan los usos terminológicos, como artefacticio (erkunstelt) o arte-facto; significado vecino de lo que en alemán se entiende por artificio, tan válido como el de `artificial´ para nombrar las formaciones de masas. Con el agregado de que al arte-facto le cabe perfectamente una tecnología (Künstlehre), supongamos de poder o de modos de subjetivación, aplicados a él. (…). En castellano, por otra parte, lo `artificial´ se incluye velozmente en el universo de la ficción, lo ficticio, lo ilusorio, familia que, a su vez, resta atrapada incorrectamente en la noción de imaginario» (2008, p. 41).

9 Dice de Brasi (2008): «(…) el amor, proclive a la cohesión máxima, se define, por lo que excluye y el corte que le es consustancial, en las figuras textuales e históricas de la `crueldad y la intolerancia´ religiosas. A esta altura debemos aceptar, entonces, que el amor en sí mismo entraña la posibilidad de transformarse en lo contrario (odio). Y, si no es enteramente una pulsión, por lo menos comparte uno de sus mecanismos» (p. 27).

10 Una referencia se hace aquí imprescindible. Bakunin, ese hombre grande y gran hombre, estudia detenidamente la psicología de la religión y del Estado en un texto que es, hablando con propiedad, un precedente en la formulación de las tesis freudianas de la competencia entre fanáticos abrigados por las mantas del dogma tanto religioso como político. Muestra cómo en las formaciones revolucionarias que reproducen la estructura estatista – jerárquica- la pauperización intelectual es moneda corriente, desnudando una mengua estrepitosa de la actividad crítico-reflexiva. La Iglesia y su debilitamiento, la fundación del Estado moderno –ya no con un asiento religioso, sino filosófico- (y, en esa época, el proyecto de fundar un Estado socialista con sus posibles –y cumplidas de hecho- consecuencias), y el odio y la competencia que suscita el principio del mismo para con los demás, la intuición de que una revolución se hace por deseo, y no por leyes fatales de la historia ni por un infraestructura económica, encuentran un intenso desarrollo en un simpático librito intitulado Dios y el Estado (2008), La Plata: Terramar.

11 Al cual se le atribuye «las funciones de la observación de sí, la conciencia moral, la censura onírica y el ejercicio de la principal influencia en la represión. Dijimos que era la herencia del narcisismo original, en el que el yo infantil se contentaba a sí mismo. Poco a poco toma, de los influjos del medio, las exigencias que este plantea al yo y a las que el yo no siempre puede allanarse, de manera que el ser humano, toda vez que no puede contentarse consigo en su yo, puede hallar su satisfacción en el ideal del yo, diferenciado a partir de aquél» (Freud, 1921/1979, p. 103).

12  Está íntimamente ligada, lo cual habla de por sí y, ciertamente, lo hace demasiado, al espíritu de Tótem y Tabú. Dice Lévi-Strauss sobre el fracaso de este texto: «era necesario ver que los fenómenos que ponían en juego la estructura más fundamental del espíritu humano no pudieron aparecer de una vez por todas: se repiten por entero en el seno de cada conciencia, y la explicación que les corresponde pertenece a un orden que a la vez trasciende a las sucesiones históricas y a las correlaciones del presente. La ontogénesis no reproduce a la filogénesis, o lo contrario» (Lévi-Strauss, citado en de Brasi, 2008, p. 46).

13 Esta seudo-antropología es combatida en La Revolución sexual (1936/1993), de Wilhelm Reich -para poner un ejemplo del campo psicológico (revolucionario)-, donde se presenta una historia (o un intento de tal) del ser humano y sus variantes «estructurales» de la siguiente manera: en la sociedad primitiva, comunista y democrática, «la unidad es el clan, que comprende a todos los descendientes de la misma madre», es decir; el matriarcado. En el clan el matrimonio no existe; lo que sí existe son relaciones sexuales libres, amorales. ¿Qué sucede a partir de las trasmutaciones económicas? «El clan se somete a la familia del jefe, potencialmente patriarcal, el clan es destruido por la familia» (cursivas agregadas) (1936/1993, p. 175). Se opera un corrimiento de la unidad económica: del clan matriarcal a la familia patriarcal. De tal modo se da inicio a la sociedad de clases. A partir de aquí la familia se erige no sólo como unidad económica, sino y sobre todo como productora «de la estructura humana, haciéndola pasar de miembro libre del clan a miembro oprimido de la familia» (1936/1993, p. 175). El ser humano producido por la familia reproduce a su vez el sistema de clases y el patriarcado a partir de su estructura psíquica. «El mecanismo básico de esta reproducción es el cambio de la afirmación de la sexualidad por su represión; su fundamento es la dominación económica del jefe» (cursivas agregadas) (1936/1993, p. 175). ¿Cuáles son los cambios que se operan de un estado de cosas al otro? «La relación entre los miembros del clan, libre y voluntaria, basada exclusivamente en los intereses vitales comunes, es sustituida por los intereses económicos y sexuales». En el plano del trabajo sucede que la libre realización del mismo es «sustituida por el trabajo obligatorio y la rebelión contra él», y en el de la sexualidad se sustituye la libertad por la moralidad y el deber conyugal, es decir que «la vida dirigida según la economía sexual es sustituida por la represión genital, y con ella, por primera vez, los trastornos neuróticos y las perversiones sexuales» (1936/1993, p. 175). El organismo biológico, fuerte y altivo por naturaleza, se debilita y tiembla ante la deidad, la vida orgásmica es sustituida por la religión, y, por fin; «el ego debilitado del individuo busca su fuerza en la identificación con la tribu, después nación, y con el jefe de la tribu, después el patriarca de la tribu y el rey de la nación. Con esto, ha nacido ya la estructura del vasallo; el anclaje estructural de la subyugación humana queda asegurado» (las cursivas has sido agregadas) (1936/1993, p. 176).

15 Obviamente, como todo estudioso serio de la cuestión, comprendía la lengua germana.

16  Aunque también puede traducirse en tanto que sustantivo como ligadura, lazo, o ligazón.

17  Tanto la traducción de José L. Etcheverry (Ed. Amorrortu) como la del Dr. López Ballesteros (Ed. Biblioteca Nueva) hablan de lazos y ligazones; ninguna de vínculo.

18  En la medida en que habla de ellas, dice de Brasi, sería pertinente reelaborar la noción de investimento en tanto que remite a algo dado y no actúa sino sobre parámetros instituidos, mientras que las formas de socialidad nunca acaban de constituirse.

19  El tema de la justicia trágica se presenta como totalmente necesario para que el argumento –teatral- sea verosímil, esto es, para que tenga endoconsistencia más allá de que sea o pueda ser un disparate la escena de que se trata en la medida en que se la tome o considere de modo aislado. Por lo demás, es propio de la tragedia griega, y del psicoanálisis. Así, a modo de ejemplo, Aristóteles trabaja el siguiente caso en la Poética: «Y, puesto que la imitación tiene por objeto no sólo una acción completa, sino también situaciones que inspiran temor y compasión, y éstas se producen sobre todo y con más intensidad cuando se presenta contra lo esperado unas a causa de otras, pues así tendrán más carácter maravilloso que si procediesen de azar o fortuna, ya que también lo fortuito no maravilla más cuando parece hecho de intento, por ejemplo cuando la estatua de Mitis, en Argos, mató al culpable de la muerte de Mitis, cayendo sobre él mientras asistía a un espectáculo; pues tales cosas no parecen suceder al azar; de suerte que tales fábulas necesariamente son más hermosas» (Aristóteles, 1974, pp. 161-2) (cursivas agregadas). Y el psicoanálisis es hermoso, maravilloso ciertamente. Y no hay nada de contradictorio en que esta afirmación sea vertida en un contexto de interrogación, por ejemplo, en virtud de El Anti Edipo o de esta crítica que usted lee. Ahora bien, esta justicia trágica que hace que el padre de familia se rebaje y que por ello no pague sino la hija autodegradándose, o que la estatua de Mitis mate al culpable de la muerte del propio Mitis en medio de una escena en la que él está presenciando un espectáculo, no significa necesariamente, ni mucho menos, que el inconsciente sea un teatro ni que, por añadidura, albergue y despliegue representaciones. No más que las que estaban en la cabeza de este buen hombre de Viena, para ser más precisos.

20 Aquí se ve, a todas luces, una afinidad entre el pensamiento de Deleuze y Guattari y el de C. Castoriadis, por un lado, y R. Lourau, por otro. Del psicoanálisis a la Castoriadis y su peculiar manera de concebirlo, y del análisis de El Estado inconsciente y la fuerza institucional, realizado por Lourau, nos ocuparemos oportunamente.

21 Naturalmente, desplegaremos este punto cardinal en entregas subsiguientes. Por ahora, lo dejamos picando.